El 14 de febrero empezó como un día cualquiera en la oficina. Y el hecho de que fuera San Valentín se le antojaba incluso más tedioso. Al fin y al cabo, hoy no iban a hacer nada especial. ¿Iban a cambiar eso un puñado de flores?
No entendía cómo alguien podía ilusionarse con algo así. Pero a las nueve y cinco, minuto más o menos, entró el mensajero rebosante de rosas rojas. Y todos pensaron lo mismo: “ojalá fueran para mi”.
Ese fue el comienzo de un día cualquiera que se convirtió en San Valentín. Una tarjeta que rezaba un manido “te quiero” que hoy sonaba diferente, una caja de bombones con chocolate que jamás pensó que existiera, una cena romántica, otra vez a la luz de las velas, en la que los silencios dejaron de ser incómodos para convertirse en excitantes.
A la mañana siguiente: trajeron el desayuno a casa, y comieron en la cama. Fue entonces cuando desenvolvieron el paquete que les ofrecía el mundo entero.
Por fin iban a hacer el viaje que habían esta posponiendo todo este tiempo, hasta aquel día normal, como cualquier otro que empezó con unas flores y acabó convirtiéndose en San Valentín.
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