Yo tenía un amigo, Venancio Fermoselle Matalascañas , que al fallecer su padre, propietario de una tienda de suspensorios, llegó a la conclusión de que las hernias inguinales no eran lo suyo y después de vender el comercio y el local que lo contenía, adquirió una finca de siete hectáreas cerca del cerro del Ocejón.
Era un paraje desértico, donde daba la vuelta el aire. Tierra blanquecina, algunas piedras y muy escasa vegetación consistente, principalmente, en cardos de diversas especies.
Durante meses estudió las características de los dibujos de Nazca (Perú). Se leyó a Berlitz, Von Däniken, JJ Benítez y algunos autores menos conspicuos pero no por ello menos fascinantes.
Un día, armado de centenares de carretes de bramante de a 100 metros cada uno, estacas, martillos, almocafres, una brújula, una escalera de tijera, hojas de papel, lápices y planos de la zona adquiridos en el Instituto Cartográfico del Ejército, se fue a vivir a su finca, que a la sazón tenía una choza pastoril de medio techo.
Durante meses se dedicó a plasmar sobre el terreno una figura mítica: una araña.
Comía poco, dormía menos, trabajaba de sol a sol y de luna a luna y naturalmente abandonó cualquier aseo personal.
Con unos pelos como un faquir, la barba crecida de anacoreta y más bien desnudo de andrajos, concluyó su obra siete meses después.
Febril, dio clases de vuelo con ultraligero y cuando entendió que estaba preparado, despegó un día a las seis de la mañana desde Guadalajara.
Los que le vieron despegar y remontar el vuelo se santiguaron y hacían votos sombríos sobre su inmediato futuro aéreo mientras vaciaban copas de “sol y sombra” en un bareto de los alrededores.
Al cabo de tres horas, el avioncito regresó y aterrizó ante el estupor de los borrachines.
Sin pararse a explicar nada, con un aspecto verdaderamente temible, huyó del lugar en su Land Rover matriculado en León 20 años atrás.
A los pocos metros, el vehículo paró y de su interior salio Venancio, con cara de iluminado, los pelos de punta y sollozando entre dientes y convulsionándose.
Los ojos como carbunclos.
Solo se le entendía “¡Ocho, Ocho!”…De pronto calló, se irguió muchísimo y fue victima de un parracle, es decir un colapso nervioso irreversible.
Para colmo se orinó encima.
El pobre Venancio, verdadero demiurgo de lo inexplicable, arquitecto de lo gigante, creador compulsivo, había dibujado sobre el terreno pedregoso una araña monstruosamente grande, con detalles de entomólogo (o aracnólogo) pero…olvidó un detalle vergonzoso.
A su araña fabulosa la había dotado solo de seis patas.
Ahora, vegeta en un frenopático, sólo come aceitunas y por las noches solloza palpándose alternativamente las ingles ora la izquierda, ora la derecha.
Antonio Terán y Pando, escritor y articulista
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